
Discutiendo en clase sobre la cuestión de para qué sirve la filosofía, algunos alumnos planteaban algunas críticas que están presentes en expresiones de nuestro lenguaje (pensamiento) cotidiano: "A veces es mejor no pensar". "Si piensas demasiado no actúas". "Pensar es aburrido, sólo sirve para agobiarse". "Es mejor guiarse por los impulsos". "Pensar es emparanoiarse"...
Estas críticas no creo que deban atribuirse a un presente dado a despreciar la reflexión frente a la inmediatez del impulso, o un ascenso de lo irracional. Estas críticas las encontramos, en diferentes versiones, desde el nacimiento de la filosofía. Se cuenta de Tales – según leemos en Platón (Teeteto 174a) – que, mientras se ocupaba de la bóveda celeste, mirando a las estrellas, cayó en un pozo. Se rió de él entonces una sirvienta tracia, diciéndole que mientras deseaba con toda pasión llegar a conocer las cosas del cielo, le quedaba oculto aquello que estaba ante su nariz y bajo sus pies. “Esta burla viene muy bien a todos aquellos que dedican su vida a la filosofía”, añade Platón. También son conocidas las burlas sobre Sócrates en la comedia Las Nubes o en relación al trato que le dispensaba su mujer Xantipa.

Es cierto que la filosofía puede caer en sus propias mixtificaciones, convertirse en un pensamiento solipsista y ensimismado, representada en la figura del pensador solitario. Pero, como mostraba Platón, la filosofía, el pensamiento, se desarrolla en el diálogo (con los demás ciudadanos, con la tradición, con los libros), no es una tarea solitaria, se construye colectivamente; y su función es guiar la acción (orientar críticamente la acción, criticar lo establecido, buscar otras formas de pensar, otra formas de vivir), no entorpecerla.