"¿Por qué —me preguntaban— los funcionarios públicos que pasaban el día bebiendo café y charlando en despachos con aire acondicionado cobraban mucho más que los jóvenes a los que enviaban a cavar zanjas? ¿Por qué, cuando la gente cobraba al final de la jornada, volvía a trabajar al día siguiente, en lugar de disfrutar de lo obtenido con su esfuerzo? ¿Y por qué trabajaba tanto la gente para adquirir más riqueza de la que podían disfrutar?...
Muchas de nuestras ideas sobre el trabajo y la escasez -según Suzman- tienen su origen en la revolución agraria. Durante más del 95% de la historia del Homo sapiens, la gente gozaba de mucho más tiempo libre que ahora... El gráfico de nuestra evolución permite pensar que, durante la mayor parte de esa historia, cuanto más deliberados y hábiles eran nuestros antepasados a la hora de obtener energía, menos tiempo y energía gastaban en buscar alimentos. En lugar de ello, dedicaron su tiempo a otras actividades, como crear música, explorar, adornarse el cuerpo y establecer relaciones sociales. Es posible que, sin el tiempo libre que les concedieron el fuego y las herramientas, nuestros antepasados nunca hubieran desarrollado el lenguaje porque, igual que nuestros primos los gorilas, habrían tenido que pasar hasta 11 horas diarias buscando y masticando unos alimentos difíciles de digerir.
(En estas sociedades) "los intentos concretos de acumular o monopolizar los recursos o el poder topaban con el desprecio y el escarnio. Pero, sobre todo, los estudios suscitaron preguntas inesperadas sobre la forma de organizar nuestras economías. Demostraron que los recolectores no estaban ni perpetuamente preocupados por la escasez ni envueltos en una disputa constante por hacerse con los recursos. Porque, aunque el problema de la escasez da por sentado que estamos condenados a vivir en un purgatorio como el de Sísifo, intentando acortar la distancia entre nuestros deseos insaciables y nuestros reducidos medios, los recolectores trabajaban tan poco porque tenían necesidades limitadas, que casi siempre podían satisfacer fácilmente. En vez de preocuparse por la escasez, tenían fe en la providencia de su entorno y en su propia capacidad de explotarlo...
Si nuestra obsesión por la escasez y el esfuerzo no forma parte de la naturaleza humana sino que es una creación cultural, ¿cuál es su origen? Existen ya suficientes pruebas empíricas para saber que nuestra adopción de la agricultura, que comenzó hace más de 10.000 años, fue el origen de nuestra fe en las virtudes del esfuerzo. No es casualidad que nuestros conceptos de crecimiento, interés y deuda, así como gran parte de nuestro vocabulario económico —palabras como “honorarios”, “capital” y “pecuniario”—, tengan sus raíces en el suelo de las primeras grandes civilizaciones agrarias.
La agricultura era mucho más productiva que la recolección, pero daba una importancia inusitada al trabajo humano. El rápido crecimiento de las poblaciones agrarias hacía que sus tierras volvieran a alcanzar la máxima capacidad de producción una y otra vez, por lo que bastaba una sequía, una plaga, una inundación o una infestación para que cayeran en la hambruna y el desastre. Y, por muy favorables que fueran los elementos, los agricultores estaban sujetos a un ciclo anual inexorable: sus esfuerzos, en general, no daban fruto más que en el futuro.
Existen muchas razones para revisar nuestra cultura de trabajo: entre otras, que, para la mayoría de la gente, el trabajo ofrece escasas recompensas aparte de un salario. En la trascendental encuesta sobre la vida laboral en 115 países que publicó Gallup en 2017 se reveló que, en Europa occidental, solo una de cada diez personas se sentía comprometida con su trabajo. Probablemente no es extraño. Al fin y al cabo, en otra encuesta llevada a cabo por YouGov en 2015, el 37% de los adultos británicos decía que su trabajo no aportaba nada significativo al mundo.
Incluso si dejamos al margen estos datos, existe otro motivo mucho más urgente para transformar nuestra manera de enfocar el trabajo. Si tenemos en cuenta que, en esencia, el trabajo es un intercambio de energía y hay una correspondencia absoluta entre cuánto trabajamos colectivamente y nuestra huella energética, hay motivos sólidos para alegar que trabajar menos —y consumir menos— no solo será bueno para nuestras almas, sino que quizá sea crucial para garantizar la sostenibilidad de nuestro hábitat".
Fuente: El País.
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