8 may 2022

James Suzman. "Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo".

    El economista más influyente del siglo XX, John Maynard Keynes predijo en 1930 que a principios del siglo XXI, la mejora de la productividad y los avances tecnológicos deberían habernos conducido a una "tierra prometida" económica en la que las necesidades básicas estarían satisfechas y, en consecuencia, nadie trabajaría más de quince horas a la semana. Pero como señala James Suzman (Trabajo, 2021), ya hemos superado los umbrales de productividad y capital que, según Keynes, sería necesario alcanzar para conseguirlo. Con su fallida predicción, según Keynes habríamos así solucionado "el problema más acuciante de la raza humana", lo que los economistas clásicos llaman el "problema de la escasez", la idea de cómo compaginar nuestro deseo infinito, nuestras necesidades nunca satisfechas, con unos recursos limitados. 

Sin embargo, como nos muestra el estudio de los pueblos cazadores-recolectores, durante gran parte de la historia de la humanidad la vida económica no se organizó en torno a la preocupación por la escasez, sino por la presunción de la abundancia. "Durante el 95% de la historia de nuestra especie, el trabajo no ocupó en absoluto el lugar sagrado que tiene ahora en la vida de las personas". Hace 18.000 años, cuando la Tierra empezó a calentarse, se dieron los primeros pasos hacia la producción de alimentos, la agricultura y la ganadería, aumentando la huella energética y la importancia del trabajo. La transición a la agricultura cambió incluso la forma en la que experimentamos el tiempo. Los cazadores-recolectores "confiaban en la continuidad y predictibilidad del mundo que les rodeaba", centrando su atención en el presente y el futuro inmediato. Suzman sostiene que el origen del dinero se encuentra en los acuerdos de crédito y deuda que surgieron entre los agricultores, no en la economía de trueque, de la que nunca se han descrito ejemplos. Las ciudades antiguas aparecieron "cuando los agricultores locales fueron capaces de producir excedentes de energía lo bastante grandes como para mantener a grandes poblaciones que no necesitaban trabajar en el campo". Muchas de las primeras sociedades agrícolas eran mucho más igualitarias que las sociedades urbanas modernas: "trabajaban de manera cooperativa, compartían el resultado de su trabajo equitativamente y solo acumulaban excedentes en beneficio colectivo". La revolución técnica de la agricultura en la Europa del siglo XVI se aceleró con la esclavitud, el colonialismo y el comercio con el Nuevo Mundo. En las ciudades, la identidad social de los individuos se confunde con el oficio que desempeña. La introducción de la máquina de vapor permitió la creación de grandes manufacturas textiles y fábricas, en las que se podían desarrollar jornadas de 6 turnos de 13 horas. A finales del siglo XIX, casi la mitad de los empleados fabriles en Inglaterra tenían menos de 14 años. El consumo se volvió más influyente en las aspiraciones de los trabajadores. Frente a la crítica de Durkheim a "la enfermedad de la aspiración infinita", Adam Smith y generaciones posteriores de economistas estaban convencidos de que siempre albergaríamos deseos infinitos. Durkheim, por el contrario, consideraba que el sentirse abrumado por expectativas inalcanzables era una aberración social propia de tiempos de crisis. 

    Los economistas, afirma Suzman, ignoran dos cuestiones al definir el trabajo como el esfuerzo que dedicamos a satisfacer nuestras necesidades. La primera es que, a menudo, lo único que diferencia al trabajo del ocio es el contexto y si se nos paga por hacer algo o pagamos por hacerlo. Y la segunda, que hay muy pocos rasgos universales que definan qué constituye una necesidad humana. ¿Por qué, en una época de productividad sin antecedentes, seguimos tan preocupados por la escasez? Los economistas también mantienen que el trabajo crea valor, siguiendo la creencia de que el esfuerzo diligente siempre merece una recompensa. La distinción entre el trabajo y el ocio parece constar, en la actualidad, en si nos pagan por hacer una actividad o si lo hacemos porque queremos ("y con bastante frecuencia pagando con dinero ganado en trabajos normales"): "Las aficiones más populares implican hacer trabajos por los que en el pasado  nos habrían pagado o que otra gente todavía cobra por hacer (pescar y cazar, cultivar vegetales o cuidar el jardín, coser, tejer, la alfarería o la pintura; actividades de las que hemos dependido durante nuestra historia evolutiva, y que están cada vez más ausentes del lugar de trabajo moderno". 

Las sociedades de cazadores-recolectores tenían una "economía de beneficio inmediato", no dedican mucho tiempo a la búsqueda de alimento, ni recolectan más de lo que necesitan en el día, no almacenan alimentos. Además, rechazan la jerarquía, no toleran las diferencias significativas de riqueza material entre individuos. Practican la "compartición exigida", la obligación de compartir es ilimitada y la cantidad de cosas que dabas está determinada por lo que tienes en relación con los demás. No se considera de mala educación pedirle algo a otra persona de manera directa, pero se considera muy grosero denegar las peticiones. Consideran irrelevante el conflicto entre productores y "gorrones". Existen reglas, pero en culturas como los ju/'hoansis los regalos vinculan a la gente mediante redes de afecto mutuo que van más allá de un grupo particular o familiar. Nadie se aferra demasiado a los regalos. Lo importante es el acto de entregar  y parte de la gracia del sistema era que cualquier regalo recibido enseguida se volvía a regalar a otra persona que, a su vez, inevitablemente se lo pasaría a otra. El resultado es que cualquier regalo puede terminar en manos de su creador al cabo de varios años.

Como señala Suzman, "somos física y neurológicamente el producto del trabajo que hicieron nuestros antepasados evolutivos", a la vez que seguimos siendo remodelados de manera progresiva por los tipos de trabajos que hacemos. Aunque, en términos evolutivos, "podemos ser en igual medida producto de nuestro ocio como de nuestro trabajo". Suzman  responde, por último, a los que defienden que la tecnología (la automatización y la inteligencia artificial) son el catalizador del cambio social: "Es mucho más probable que el catalizador sea un cambio rápido del clima como el que provocó la invención de la agricultura; la ira causada por las desigualdades sistemáticas, como las que suscitaron la Revolución rusa; o quizás una pandemia viral que exponga la obsolescencia de nuestras instituciones económicas y nuestra cultura laboral, y nos lleve a preguntarnos qué trabajos son de verdad valiosos y a cuestionarnos por qué nos conformamos con dejar que nuestros mercados recompensen mucho más a quienes desempeñan cargos con frecuencia inútiles o parasitarios que aquellos que reconocemos como esenciales". 

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