13 feb 2023

Falacias y argumentación.

 
El estudio de la falacia ha sido la principal motivación para el surgimiento de la teoría de la argumentación como alternativa a la lógica, a sus limitaciones para evaluar la argumentación cotidiana. La buena argumentación no es sólo una cuestión de buenas inferencias (formalmente válidas) y buenas premisas. 

Como señala Lilian Bermejo (Falacias y argumentación, Plaza y Valdés, 2013), los fallos argumentativos que atañen a la dimensión pragmática de la argumentación en cuanto actividad comunicativa han quedado sin tratamiento sistemático durante siglos. Su reconocimiento como disciplina tuvo lugar hace apenas seis décadas, aunque resulta evidente su interés: "No es sólo que nuestras concepciones sobre qué es argumentar bien estén estrechamente relacionadas con temas tradicionales de la investigación filosófica, tales como las nociones de justificación, racionalidad, etcétera, sino que a falta de métodos experimentales propios, la labor filosófica misma consiste básicamente en producir y evaluar argumentos". "Ofrecer razones es una forma eficaz de persuadirnos mutuamente y, de ese modo, poner en común nuestras creencias  y coordinar nuestras actuaciones". 

En la Atenas del siglo V a.C. se dieron dos circunstancias que explican la emergencia del interés filosófico de la argumentación: un contexto social y político en el que la argumentación y el discurso habían adquirido gran relevancia; y la evidencia de su fragilidad frente a sus propia perversión. Esto produjo la aparición de tres disciplinas que han compuesto su estudio desde entonces: la lógica, la dialéctica y la retórica. Tradicionalmente, la contraposición entre los sofistas y Sócrates o Platón se ha representado como la contraposición entre la retórica y la dialéctica. Aristóteles, por su parte, dedicaría un tratado a la retórica, y consideró que, tanto la retórica como arte de la persuasión, como la dialéctica como método de investigación, e incluso la lógica como método de prueba, eran saberes complementarios. Pero estas tres disciplinas tuvieron un desigual desarrollo posterior: la retórica acabaría siendo vinculada con la oratoria y el arte del buen decir en cuanto saberes instrumentales; la lógica devino en lógica formal deductiva; y el estudio de las falacias informales careció de un tratamiento sistemático durante siglos. A finales del siglo XIX, la lógica adoptaba la forma de un estudio sobre la implicación formal, prácticamente al margen del estudio de la argumentación en lenguaje natural.

Aunque las Refutaciones sofísticas de Aristóteles situaba el estudio de las falacias como algún tipo de defecto en un proceso conversacional, "esta dimensión pragmática se perdió definitivamente en el tratamiento que las falacias obtuvieron tras Aristóteles". Posteriormente, autores como Locke, Hume o Mill, aumentaron el catálogo de falacias que había propuesto Aristóteles, pero "renunciaron a desarrollar una teoría de la falacia o un marco general para su análisis. Es más, contribuyeron a asentar una concepción de la falacia como un argumento inválido, en lugar de como una argumentación deficiente, y prescindieron de ese modo de su dimensión retórica y pragmática".

Hasta mediados del siglo pasado no renació el interés por el estudio de la argumentación en lenguaje natural, con autores como Perelman, Toulmin o Hamblin. La Europa de posguerra constituyó un buen contexto para el resurgimiento del interés por la argumentación, destacando su importancia como instrumento para los asuntos públicos en las sociedades democráticas. Por otro lado, en el campo de la filosofía se evidencia la necesidad de remitir a la estructura del lenguaje natural algunas de las principales cuestiones filosóficas. Las concepciones pragmatistas y expresivistas de la filosofía del lenguaje ordinario y de la hermenéutica impulsaron este cambio de rumbo en la perspectiva lingüística.

Actualmente, se intenta elaborar una teoría de la falacia que sirva como modelo para la evaluación de los argumentos del lenguaje natural. Una buena elaboración reciente es la que ha desarrollado Montserrat Bordes Solanas (Las trampas de Circe, Cátedra, 2011)

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